Desafío

*Los Dramas de EU
*Cadáveres en Pila
Por Rafael Loret de Mola
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Hace un terrible año. Lo dije y lo repito. Entre los dramas políticos de gran envergadura que me ha tocado atestiguar respecto a los Estados Unidos, el mayor fue la victoria de Donald Trump, hace un año, prevista por nosotros –también lo expresamos en una decena de conferencias con datos bastante duros-, desde la información contundente recabada en los entretelones del poder. La CIA, la NSA y el FBI sabían, desde mucho antes, cuál sería el desenlace. Y los comicios “apretados” fueron sólo coreografía barata. La democracia nunca ha sentado reales ni allá, ni aquí, ni en ninguna parte. Menos en Rusia.
Cuatro dramas, digo. Comencemos con el asesinato de John F. Kennedy en noviembre de 1963; era yo un niño pero no me despegué del televisor hasta que presencié en directo como acribillaba Jack Ruby a Lee Harvey Oswald para cerrar así el pálpito de la conjura que estaba a punto de descubrirse. Pese a ello, los conspiradores jamás fueron juzgados y los autores materiales del magnicidio, no Oswald, el chivo expiatorio, se refugiaron en el rancho texano del potentado mexicano Juan Nepomuceno Guerra, el mismo que se inventó al “capo de capos” Juan García Ábrego, cabecilla del cártel del Golfo hasta su aprehensión pactada, muy cerca de Monterrey.
Nunca nadie investigó la ruta; ni uno solo de los agentes policiacos que intervinieron antes, durante y después del terrible crimen fueron más allá de sus narices. La muerte del demócrata se saldó con la guerra de Vietnam y el control absoluto de la Casa Blanca por parte de las jerarquías militares a las que Kennedy había pretendido ponerles el alto. Un poder por encima de la presidencia, como siempre. Aquí y allá. Ahora se señala a Adolfo López Mateos en condición de agente de la CIA en torno de toda esta farsa.
En 1974 cayó Richard M. Nixon, acaso uno de los más brillantes políticos de su generación, a consecuencia de una intriga barata mal operada. Pero no fueron los hechos de Watergate –el edificio en Washington que era sede del Partido Demócrata y que fue hollado por los espías del presidente-, los determinantes en la ruina política del mencionado mandatario. Al ser atacado, fuertemente, acosado diríamos, pareció una culpa que no pudo eludir: haber evadido impuestos años atrás cuando ahorraba lo necesario para lograr llegar a la Casa Blanca luego de haber perdido la carrera con Kennedy, por una nariz. Para ello pasó por los fríos cuerpos de sus hermanos, cuyas desapariciones tempranas facilitaron la enseñanza superior de Richard, y de sus adversarios políticos John y “Bob” Kennedy; sólo a partir de entonces pudo observar de cerca la mansión de la avenida Pensilvania. Y hasta logró su reelección, en 1972, para sumirse dos años después en el escándalo que lo llevó a la perdición. Y, claro, apareció en el horizonte un timorato, el vicepresidente Gerald Ford, fácilmente manejable y adicto a dos cosas: vacacionar con frecuencia y colocar las piernas sobre el escritorio de la oficina oval. Sólo por eso se le recuerda.
Sobre lo sucedido en 2001 la realidad es bastante distinta a la presentada oficialmente. La trama perversa se descubrió cuando fue evidente que ningún avión se había estrellado en el Pentágono, como se dijo –las pruebas son concluyentes cuando no hubo fotografías del fuselaje de la aeronave-, sino que se dio una explosión desde dentro del supuestamente impenetrable bunker. En cambio, los ataques en Nueva York, preparados por los fundamentalistas de Al Qaeda, no tomaron descuidados a los ejecutivos ni a la comunidad judía que pudo avisar a quienes trabajaban en las llamadas “torres gemelas” de lo que vendría; hubo excepciones, desde luego, pero la mayoría no acudió a laborar aquel 11 de septiembre. (No vayan a confundirse; este comentario está fundado en investigaciones y no en antisemitismo alguno, una posición que aborrezco).
La Anécdota
Al cabo del tiempo se confirma la intención de aquellos hechos deleznables, aplicados o en combinación con el terrorismo -¿será acaso la misma razón por la cual se tardó una década, y con Bush junior instalado en su residencia camera de Texas, en encontrar y acribillar a Osama bin Laden aunque nadie haya podido ver rastros de su cadáver?-, para consolidar el pobre liderazgo de un presidente heredero que sólo se llevó ochos años, los de los dos períodos presidenciales de Bill Clinton, quien se salvó de ser el príncipe consorte de Norteamérica, para ocupar el cargo que había dejado su padre.
La intriga fue enorme, tremenda. Y, desde entonces, la diplomacia dejó de ser un recurso para el entendimiento entre los gobiernos del mundo para darle alguna justificación a las deplorables inclinaciones bélicas de la Unión Americana y del clan Bush heredadas al primer afroamericano en asumir la presidencia, Barack Hussein Obama, quien no puede ocultar que en sus apellidos, como una tremenda paradoja, están intrínsecos los de los mayores enemigos del vecino del norte en esta época de rebatiñas, control de los pozos petroleros y bombardeos incesantes sobre el Medio Oriente, incluyendo el horror que se vive en Siria con miles de muertos civiles en lo que debe considerarse el genocidio más reciente del gran poder universal.
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