Estela de realismo mágico en homenaje al Gabo

México, 22 abr (PL) La fila de personas era interminable, el Palacio de Bellas Artes de México permanecía sitiado por miles y miles de admiradores que, en lugar de decirle adiós a Gabriel García Márquez, fueron cargados de flores a expresarle su agradecimiento.
Muchos llegaron desde temprano en la mañana y permanecieron en las afueras del recinto esperando su momento para rendirle tributo, aunque se sabía que las cenizas del escritor inigualable no llegarían hasta horas de la tarde.
Gabo, te veré en el cielo, le dijo un señor en un cartel adornado con palomas blancas; Macondo está llorando, escribió una joven que llevaba su pelo lleno de rosas amarillas, las preferidas del autor; Gracias, yo crecí contigo, aseguraba otro letrero en las manos de un muchacho.
Adentro estaban sus cenizas y todos querían entrar a despedirlo, a colocarle una flor, a agradecerle el alimento con que nutrió infinitos sueños, a declamarle la frase favorita de algún libro tantas veces leído.
Pero, en realidad, él estaba afuera: en los ojos profundos y sedientos de la anciana que en medio de la multitud andaba perdida por los senderos de Macondo; en las melodías salidas de esa guitarra con la que un grupo de jóvenes llenaba de música la espera; en el rostro afligido de la pequeña que preguntaba a su padre «¿por qué se murió?».
El tributo no se limitaba a las paredes de la edificación, no era preciso buscarlo solo allí, el Gabo andaba mezclado en las voces de la gente, en el ritmo de los vallenatos con los que una banda acompañaba la marcha hasta el vestíbulo del recinto, en algunas lágrimas que rodaron, discretas, como si se estuviera despidiendo a un familiar muy querido.
Tengo que leerlo todo de nuevo, todo, remarcó una muchacha que llevaba entre sus manos un ejemplar de El amor en los tiempos del cólera, para quien volver una y otra vez a la obra de ese colombiano universal parecía ser el mejor modo de reverenciarlo.
Mira ese rostro, de persona noble, afirmó una señora mientras apuntaba con su dedo hacia la inmensa imagen que lo mostraba sonriente desde lo alto de la emblemática construcción, la misma donde fueron homenajeados antes algunos grandes de este país como el escritor Carlos Fuentes o el actor Mario Moreno, «Cantinflas».
«El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las cinco y 30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo», se escuchó una voz que narraba el inicio de Crónica de una muerte anunciada.
«Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño», siguió la misma lectura, continuada por una voz diferente, y otra, y otra, ya que los amantes de sus novelas hacían fila para leerlas ante los demás, para hacer colectiva la vibración de esas páginas.
Cuando llegó el cortejo fúnebre y las cenizas del autor fueron colocadas en medio del vestíbulo del Palacio capitalino, la estancia estalló en aplausos, pues amigos, familiares e invitados se unieron durante un minuto en una descarga de palmas para el Premio Nobel, el periodista, el guionista, el narrador.
Afuera, entre la muchedumbre, también resonaron a cada momento los aplausos por aquí y por allá: cuando alguien declamó un fragmento, cuando otro lanzó un «Viva el Gabo», cuando aquel muchacho sacó las rosas del ramo demasiado formal, las deshojó, y lanzó sus pétalos al viento.
El viernes pasado, el primer día en que México amaneció sin la presencia de quien sea quizás el más leído de los autores latinoamericanos, un sismo superior a los siete grados en la escala de Richter removió la tierra que lo acogió como el más amado de sus hijos adoptivos.
Hubo muchos que creyeron ver entonces, en esa sacudida telúrica, la tristeza de un mundo que de pronto se encontraba ante la terrible falta de un escritor excepcional y de un ser humano que, según cuentan quienes lo conocieron, fue único.
Pero si quedaba algún escéptico ante esa señal, si alguien negó entonces que el realismo mágico de sus novelas es parte de la cotidianidad de este continente que él recreó como nadie, todas las dudas se desvanecieron cuando una lluvia inesperada cayó sobre los congregados alrededor de Bellas Artes.
Algunos corrieron a refugiarse, otros disfrutaron el agua llegada de pronto y recordaron los cuatro años, 11 meses y dos días que diluvió en Macondo, pero muchos aseguraron, entre sorprendidos y solemnes, que México estaba llorando al creador.

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