INGRID, MANUEL, Y LA CULTURA DE LA SIMULACION

Veintiocho años después del terremoto que devastó a la ciudad de México, el pasado 19 de septiembre se llevó a cabo un nuevo simulacro protagonizado por las más altas autoridades del país.

Temprano en la capitalina Plaza de la Constitución, impenetrablemente acordonada por tropas antimotines desde la semana anterior, el Presidente de la República, acompañado de sus secretarios responsables de las fuerzas armadas y de la protección civil, procedió al solemne izamiento de bandera como rememoración oficial de la tragedia.

El zócalo se cubrió con barracones simulando albergues para damnificados y los principales edificios públicos fueron desalojados para beneplácito de una multitud de vendedores ambulantes de botanas y refrescos. Los boletines oficiales se ufanaron reportando un éxito brillante sin incidentes que lamentar.

Y todo volvió a la normalidad. Indiscutiblemente, somos expertos en simulación.

Pero simulación es un antónimo de realidad. Y la realidad es dura, evidente, indiscutible y terca. Mientras miles de policías, militares y brigadistas de protección civil lucían en los desfiles y simulacros sus atildados uniformes nuevos y exhibían sus portentos tecnológicos para salvar vidas, millones de mexicanos eran víctimas reales de una tragedia auténtica, seres humanos de verdad abandonados a su suerte en las más precarias y dolorosas condiciones, o muriendo arrastrados por las corrientes de agua, aplastados por avalanchas de lodo y piedras.

La realidad de las tormentas Ingrid y Manuel demostró la ficción de nuestra capacidad de prevención y reparación de daños. Y, por supuesto, permitió la alegre fantasía gubernamental de anunciar, una vez más, como siempre, que se tomarán las medidas y se aplicarán los recursos necesarios para auxiliar a la población en desgracia, y garantizar que nunca vuelva a ocurrir un desastre igual.

Llovió como nunca, dicen los voceros oficiosos acostumbrados a la simulación en sus elegantes y confortables oficinas, al tiempo que la población ancestralmente marginada sufre las inclemencias de la intemperie, en espera de la ayuda prometida a cambio de votos en cada campaña electoral.

Los funcionarios, eufemísticamente llamados de seguridad pública, orgullosos de la precisión demostrada en sus tácticas y estrategias para sitiar, amedrentar, perseguir, inmovilizar y encarcelar a ciudadanos inconformes, se mantienen estupefactos y omisos ante la tragedia natural, que no obedece a consignas políticas ni a intereses grupales, y que no es producto de una campaña de intimidación o condena.

Por lo pronto, el gobierno, en repulsiva mancuerna con los medios masivos de comunicación, aprovecha en los centros de acopio nuestra solidaridad, altruismo y generosidad.

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