Salvar la vida, la memoria, un dibujo… los niños en el Holocausto

La Habana (PL) Cuentan que en 1999 un grupo de estudiantes quedó sin palabras al descubrir la olvidada historia de Irena Sendler, una mujer polaca que en plena Segunda Guerra Mundial logró arrebatar de las manos nazis y salvar a dos mil 500 niños judíos.

Pero más impresionante fue lo hallado al buscar la tumba de la trabajadora social para rendirle honores: Irena Sendler estaba viva, en Varsovia, mientras la vida en el planeta seguía su curso casi sin reparar en la existencia de alguien que estableció su propia lucha contra el fascismo, y ganó.

En los años del Holocausto aquella joven consiguió que dos mil 500 niños no engrosaran el listado de los 1,5 millones de infantes asesinados por el nazismo.

Para ello, los sacaba del gueto de Varsovia con cualquier estrategia imaginable: en ataúdes, cajas de herramientas o entre la basura; los entregaba a órdenes religiosas o familias colaboradoras que los mantenían camuflados; y además conservó un registro con sus verdaderas identidades para entregárselas al final de la guerra.

«Yo no hice nada especial, solo mi deber», dijo en reiteradas ocasiones antes de morir en 2008 y recibir en los últimos años de su vida los homenajes que nunca reclamó, pese a haberse enfrentado a la campaña de limpieza étnica de los fascistas dirigida a preservar la supuesta superioridad de la raza aria.

Aunque la mayor parte de las víctimas del Holocausto fueron judíos, los nazis también exterminaron a menores gitanos, los de las zonas ocupadas de la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, e incluso los arios con discapacidades físicas o psíquicas que debían ser eliminados en favor de la «pureza».

Con el propósito de no ser capturados por los guardias, muchos niños y adolescentes permanecieron escondidos durante meses y años en las ciudades ocupadas por las fuerzas de Adolf Hitler.

Según los investigadores, estos muchachos y muchachas debían mantenerse en silencio e incluso inmóviles en sus escondites durante horas, en tanto compartían con sus protectores el miedo constante de que una pelota o los ruidos de voces los delataran.

Algunos infantes escribieron diarios, como Miriam Wattenberg, cuyo testimonio personal fue publicado por primer vez en 1945 con el seudónimo Mary Berg; o el célebre diario de Ana Frank, uno de los libros sobre el Holocausto más difundidos en el mundo.

En el caso de la primera, logró sobrevivir puesto que su madre era ciudadana estadounidense y la familia logró emigrar a ese país, pero Ana, tras casi dos años escondida junto a sus padres y hermana, no pudo escapar del destino que los fascistas decidieron para los judíos: el campo de concentración y la muerte.

 

DE LOS GUETTOS A LOS CAMPOS DE CONCENTRACIûN

La pesadilla de llegar a un campo de concentración tuvo muchas veces un preludio también sombrío que para no pocos significó la misma muerte: los guetos.

Se trataba sitios en las ciudades donde los judíos y otros perseguidos eran encerrados en condiciones de extremo hacinamiento, como si se tratara de enfermos con un terrible padecimiento contagioso, del cual era necesario proteger al resto de los ciudadanos.

El más conocido, el de Varsovia, albergó al 30 por ciento de los habitantes de esa ciudad, más de 400 mil personas, en un espacio equivalente a apenas el 2,4 por ciento de la superficie territorial de la urbe.

Aunque los niños y adolescentes solían tratar de escapar de las duras circunstancias mediante actividades como el juego, el estudio, los diarios y el dibujo, para la mayor parte de ellos fue muy difícil huir de un final trágico.

Una buena parte padeció y murió por las hambrunas, las enfermedades o por hipotermia, dado que carecían de condiciones y ropas para enfrentar el frío europeo.

La mayoría de los sobrevivientes de los guetos fueron trasladados en algún momento a los campos de concentración, donde los niños eran casi siempre asesinados en un corto tiempo a causa de no poder ser aprovechados en los trabajos forzados.

Incluso los que lograban clasificar como aptos para esas labores, muchas veces no consiguieron resistir el rigor de los trabajos y terminaron muriendo de desnutrición o enfermedades como el tifus.

Por otro lado, los menores también fueron empleados por los científicos nazis, quienes solían hacer experimentos con niños que muchas veces implicaban la muerte de ellos.

Según cálculos, unos siete mil infantes fallecieron en el programa de eutanasia, codificado como Aktion T4, que consistía en asesinar a los que tenían enfermedades incurables, discapacidades físicas o intelectuales, desórdenes mentales y otros padecimientos.

El periodista Jesús García Calero reveló un caso recientemente descubierto, el de Richard Frenkel, un pequeño de dos años que fue separado de sus padres y llevado al campo de concentración de Auschwitz, el más grande y donde mayor cantidad de personas murieron durante el Holocausto.

Según las pesquisas, tiempo después de que los padres fueran exterminados en ese mismo sitio, el niño fue trasladado al lugar completamente solo, encerrado en el vagón de un tren rodeado de adultos desconocidos, y luego asesinado en la cámara de gas.

LA LUZ DE LOS COLORES

En medio tan trágicas circunstancias, algunos de los infantes consiguieron escapar de la realidad al menos mediante actividades como el dibujo.

Uno de estos episodios ocurrió en Terezín, un gueto instalado en las afueras de Praga que albergó a unos 15 mil menores, y era considerado la «sala de espera del infierno» que más tarde sería Auschwitz.

Allí, una mujer llamada Friedl Dicker Brandeis se dedicó a enseñar dibujo de manera clandestina a los pequeños aprendices, quienes produjeron más de cuatro mil 500 materiales que más tarde fueron evidencias en los juicios de Nuremberg, realizados al finalizar la guerra.

Los dibujos se concentran principalmente en tres temáticas: recordar la vida feliz que tenían antes del Holocausto, los sufrimientos y pesadillas vividas como víctimas del fascismo, y los sueños de cómo sería el regreso a la casa y la familia.

Ella Liebermann, de 16 años en aquellos tiempos, pintó obras con títulos elocuentes: Como sardinas en lata, o Los niños son arrancados de los brazos de sus madres.

Alfred Cantor, de 17, escribió en una de sus ilustraciones: «Tocar la alambrada significaba la muerte instantánea. Aún así, la gente compartía pan, una sonrisa, una lágrima…».

Yehuda Bacon,de 16, dibujó a su padre con la cara demacrada y rodeada de una cortina de humo: El hombre había sido asesinado en la cámara de gas de Auschwitz.

Helga Weissova, llegada a Terezín con solo 12 años, pintó todo lo que vio, como le aconsejó su padre, y fue junto a Ella Liebermann uno de los únicos 100 niños sobrevivientes de este centro de reclusión.

Ella, fallecida en 1998, y Helga, todavía viva, continuaron pintando por el resto de sus vidas.

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