TRAS BANDERAS

AUTONOMÍA ELECTORAL: desarrollo

En el TRAS BANDERAS anterior inicié un comentario sobre los orígenes históricos de las autoridades autónomas.

Le informé que la Suprema Corte de los EEUU confirmó en 1935 la independencia de estos organismos al resolver el caso Humphrey’s Ejecutor vs USA. En el fallo, revocó la destitución del Comisionado William Humphrey de la Comisión Federal de Comercio ordenada por el Presidente Roosevelt, quien le había pedido la renuncia en dos ocasiones al Comisionado y, ante la negativa, terminó por cesarlo mediante oficio.

La Corte determinó que una entidad pública con esa naturaleza, creada por el Congreso, que encima ejercía funciones cuasi legislativas y cuasi judiciales, de ninguna manera podría considerarse dependiente del Poder Ejecutivo.

Del mismo modo, le informé que en 1944 un reporte de una especial Fuerza de Tarea sobre Comisiones Regulatorias de ese país teorizó por primera vez sobre los órganos independientes y describió 4 elementos distintivos: 1. La sustracción a las presiones políticas y la independencia frente al ejecutivo. 2. La cualidad de la imparcialidad. 3. La capacidad para desarrollar políticas no sujetas a las circunstancias electorales. 4. La adopción de medidas y resoluciones coherentes y racionales.

Según el reporte, si bien la desconfianza en el Ejecutivo había sido normalmente el factor primario para explicar el nacimiento y desarrollo de estas autoridades, había que ponderar también otra consideración: la prevalencia de cierta preferencia ciudadana por este tipo de órganos.

En Las Dimensiones de la Confianza (París, Francia, 2002), Grunberg y coautores relataron un experimento pertinente. Informaron a residentes de zonas aledañas a centrales nucleares que se detectaron problemas de salud relacionados con esa cercanía y que era necesario desplegar un estudio. La pregunta respectiva decía ¿Prefiere Usted que esa labor la desarrolle el Ministerio de Industria, la Agencia Nuclear Europea o una comisión de científicos independientes? La tercera opción recibió siempre más sufragios y la primera siempre los menos, lo que hizo ver dos grandes conclusiones: a) que estas comisiones contaban con una muy buena imagen pública y b) que sus decisiones contarían más fácilmente con aceptación social que las que emitían las administraciones tradicionales.

Desde otro punto de vista, estas organizaciones, al no contar con la legitimidad democrática derivada de una elección (llamémosla legitimidad directa), accedieron al reconocimiento social por vía de la legitimidad de ejercicio, de eficacia o de resultados (llamémoslas legitimidades indirectas).

Así, si estos órganos con funciones de arbitraje comercial, financiero o electoral no pueden ser por ello considerados representativos, sus titulares muchísimo menos pueden tener carácter de mandatarios pero pueden ser representativos o garantes de la salvaguarda del interés general en cierto tema única y exclusivamente mediante procedimientos claros y transparentes y a través de la toma de decisiones arbitrales construidas no sólo desde la ley y con objetividad pericial, sino desde una actitud permanente de apertura y escucha a los actores principales del respectivo sector.

Conviene señalar que esta imparcialidad es expresión de vigilancia y de presencia activa en el sector que en lugar de asumir una posición prominente, una “visión superior y despegada de las cosas”, muy al estilo del juez tradicional, es muy al contrario, una inmersión reflexiva en los temas, de tal manera que los integrantes de estos organismos buscarán siempre ampliar su propio pensamiento y visión a efecto de tomar en cuenta el de todos los demás, como lo propone Pierre Rosanvallon en su libro La Legitimidad Democrática (Buenos Aires, Argentina, 2009) del que ya he reseñado varias premisas en TRAS BANDERAS previos.

Este “pensamiento ampliado” se asemeja a lo que se ha alegado como diferencia política entre neutralidad e imparcialidad para poder asir de mejor manera la labor de estas comisiones. Mientras la primera implica no involucramiento en la contienda o debate ni pronunciarse siquiera como árbitro (Suiza en la II Guerra Mundial), la segunda supone que en el centro del conflicto esta el árbitro y que aun teniendo su propia preferencia se sobrepone a su interés personal y se abstrae de él en cumplimiento de su deber legal, para pronunciarse sobre los méritos de la discusión o fenómeno en estudio, habiendo escuchado a los contendientes, en una imparcialidad cotidiana y profesionalizada.

A esto hay que adicionarle los mecanismos políticos de designación de estos árbitros sectoriales, que, toda proporción guardada, observan similar naturaleza de relación entre los decisores y los comisionados, que la existente en Teoría del Estado entre electores y legisladores.

Así, el poder de los votantes sobre los diputados no es más que un simple poder de nominación y, en consecuencia, el elegido no es un comitente en el sentido de guardar un vínculo con quien lo nominó, al estilo del mandato imperativo del Siglo XIX, sino apenas de escucharlo y, con todos los elementos a la mano, tomar la mejor la decisión para todos los interesados.

Carré de Malberg, necesario constitucionalista del siglo pasado, decía que hay que caracterizar la elección por parte de los electores más como un acto de abandono que de dominio, ya que ponen en manos del experto, por ellos designado, el estudio y resolución de asuntos que por su propia naturaleza económica, financiera, política o electoral, no puede desahogar el grupo ciudadano en su conjunto.

sergioj@gonzalezmunoz.com

Twitter: @sergioj_glezm

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