Veneno Puro: Maldita Censura

*Maldita Censura
*El Caso Océano
Por Rafael Loret de Mola

Ariel Rosales se reserva su segundo apellido. Sus razones tendrá, máxime que en Argentina tiene un homónimo que trabaja en la misma rama, la editorial. El “nuestro”, de talante afeminado –no se atreve siquiera a declararse, con dignidad, gay aunque pretende parecerlo por su andar y el movimiento de las manos-, labora en lo que ahora es Penguin Random House Mondadori-Grijalbo, una larga firma para subrayar una fusión de envergadura estadounidense-europea. Lo interesante de la cuestión es que es editor, ahora sin figurar en nómina pero no “free lance”, con enorme influencia sobre el directivo, en México, de la firma: el español, tenía que ser, Cristóbal Pera, acaso porque no ha llegado a la categoría de perón.
Sendos personajes presumen que publican obras de investigación periodística aunque solían presentar textos coyunturales sin la menor aplicación periodística, como los malhadados títulos de la argentina Olga Wornat, defendida por algunos diaristas mexicanos luego de publicar sobre las “muchas faldas” de Marta sin el menor sostén en algunos de sus episodios; por eso fue demandada. Este columnista, en cambio, no lo fue porque su libro “Marta”, en donde presenté incluso el certificado de disfunción sexual de Vicente Fox entonces en el cargo de presidente, no contenía elementos difamatorios y calumniosos… y golpeaba, a fondo, como consta a mis lectores, en la absurda pretensión de la dama en cuestión por reemplazar a su baldado consorte en la cabecera de la romántica cabaña de Los Pinos. La argentinita, en cambio, fue contratada ex professo, gastó una millonada antes de editar su pasquín –siempre hospedándose en hoteles de cinco estrellas- y me fue presentada precisamente por Rosales, su editor de “gala” quien me señaló como “el periodista” que más podría aportar sobre el tema… sin saber que ya realizaba un trabajo similar, pero bien sustentado. La prueba de ello es que, después de haber escrito treinta y tres obras de corte crítico –la mayor parte de ellas en Grijalbo y Océano-, jamás he sido desmentido públicamente ni, mucho menos, denunciado por difamación como la tal autora trepadora, para utilizar un término muy gaucho.
Pues bien, ahora Rosales, luego de estar cerca de la edición de una veintena de libros míos, pretende entrar en la oleada difamatoria contra quien esto escribe sosteniendo que lo elaborado por mí –y editado por él en algunos casos; por fortuna conté siempre con los servicios de un verdadero editor, Rogelio Carvajal Dávila, quien fuera jefe de Ariel por muchos años-, son simples cuentos y chismes de pasillo, que él avaló antes de sacarlos a la luz pública. Él mismo me dijo, igualmente y pese a su filiación incondicional al lópezobradorismo, que había descubierto que el mayor opositor del sistema mexicano, Andrés Manuel, no contaba siquiera con una cédula que lo acreditara como causante; esto es, carecía de folio en el Registro Federal de Causantes:
–Cuando pretendimos pagarle sus regalías –por un póker de obras en las que subrayaba el personaje haber sido detenido por la mafia política-, no pudimos hacerlo porque sólo nos presentó un recibo personal.
Un detalle semejante, por ejemplo en los Estados Unidos –recuérdese la acusación mayor contra Richard Nixon, la de evasor, que fue secuela del espionaje en el edificio Watergate en Washington-, habría dado al traste con el prestigio de un político de estas dimensiones; en México, sin embargo, sólo puede asentarse como anécdota mientras quien burla al fisco se siente políticamente intocable. Fue en este punto en donde Ariel se convirtió en cómplice.
Por las Alcobas
Desde luego, Rosales no es un buen editor o utiliza el malaje de acuerdo a su conveniencia. La última obra mía que publicó fue “Las Tumbas y yo”, en 2008, pensada para el mercado español y cuyos derechos para imprimirla en México cedí a Random House, o Grijalbo para entendernos en el tono castizo predominante, con un resultado fatídico. Me llamó a Málaga, en donde residía entonces –no les recomiendo esta experiencia-, y me dijo que había en la obra muchos referentes y tecnicismos ibéricos; claro, de eso se trataba. Y me pidió “mexicanizar” algunos vocablos para la edición nuestra a lo que accedí. Y vaya si lo hizo. Cuando me llegó el primer ejemplar, no pude contenerme:
–Ariel, ¿qué has hecho con el libro?
–¿Por qué me lo dices? -preguntó aparentando sorpresa-
–Porque no se trataba de modificar los términos españoles por los mexicanismos con errores de ortografía: por ejemplo al ascensor tenías que llamarlo elevador, no elebador con “b” alta. Y como éste hay cien…
No sé que balbuceó antes de que le colgara el teléfono. Ahora, cuando sabe que está en puerta la publicación de “Despeñadero” –la hará una editorial íntegramente mexicana-, optó por descalificarme aduciendo, eso sí, que era el único periodista que escribía… como escritor. Una especie de confesión de parte antes de agregar a mi representante legal –o agente literario-:
–Lástima que sea conflictivo. Ya viste lo que pasó con Océano.

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