Francisco Tomas Gonzalez

La revolución es el vacilar de las cosas

Por Francisco Tomás González Cabañas

Así lo recuerda a Hegel, Juan José Sebreli, cuyo libro lleva precisamente tal título. Finaliza el mismo, expresando que lo único que cabe, en los acontecimientos humanos por venir (sociales) es la incertidumbre.  Desde los últimos textos, editados como libros, que alumbramos intitulados “La democracia incierta” y “El acabose democrático” venimos señalando, los acontecimientos actuales que acaecen en distintas aldeas que se precian de democráticas en donde los conceptos de estado, legitimidad, golpe, revolución y democracia se desmoronan tal como castillos de arena. 

Trataremos de avanzar en aclarar a qué nos referimos, con el significante “democracia” que se constituye en el concepto, performativo, desde donde todos los gobiernos dicen partir para impartir, más luego, las lógicas con las que re-administran el poder del que se supieron valer, legítimamente, o a decir de ellos; democráticamente.

Existen dos tipos de teorías democráticas: la primera, considera inalterables los intereses de las personas. Considera que la democracia debería funcionar para resolver conflictos de intereses. Lo general sacrifica a los intereses personales. La segunda, postula que los intereses de las personas pueden ser transformados y que la función de la democracia es transformar dichos intereses, pero con base en los valores morales. 

Una de las verdades de la política en su hacer—no desde su perspectiva de ciencia—es que el poder no puede anidar eternamente en las mismas manos por la finitud del sujeto. Para poder legitimarse como gobernante, se construyen razones, argumentos o representaciones que lo validan. La construcción de una autoridad de poder se sostiene en principios de autoridad; si este principio hace referencia a situaciones poco racionales, basadas en la informalidad de caprichos y de decisiones de quien esté a cargo, su permanencia o latencia en el poder será mucho más circunstancial, puesto que tendrá que ratificar sus principios con un incremento de la fuerza irracional de su poder que, al acrecentar su nivel de presión, se convierte en opresión y culmina en el estallido de las normas hasta entonces aceptadas .

Ciertos sistemas políticos se edifican desde la identidad cultural de los pueblos a los que conducen (de allí, su permanencia por períodos considerables). Otras veces, son desplazados por grupos que reinterpretan los cambios o ajustes que esa cultura precisa, en relación, a su identidad cultural, social y política. 

El sistema político avanza hacia lugares en donde el soberano electo posee un poder cada vez más limitado; esto se debe a la participación de los ciudadanos que, incluso, pueden elegir a los colaboradores o ministros; pueden elegirlos programas de gobierno que tiene que ejecutarse y las prioridades en la agenda pública. El avance de la tecnología, el furor de la comunicación instantánea colabora con estos fines al ajustar los relatos de las polis griegas y de las ágoras de discusión política a las redes sociales o interfaces virtuales. De aquí se deduce el axioma de que cada pueblo tiene el gobierno que se merece. Hasta que no forjemos sociedades democráticas, trabajos democráticos, familias democráticas, muy difícilmente tengamos un corpus social democrático. Solo entendemos esta cláusula por la aplicación de la imposición circunstancial de una mayoría, que no deja de ser un pedido de a quienes se les entrega el poder soberano (a contramano de lo que proponía el contractualismo, del cual nos decimos herederos).Tenemos que abandonar esta perspectiva y dar a luz a políticos que piensen en la generalidad y en las verdaderas prioridades; mientras tanto no dejarán de ser vanos y nimios reflejos de un espejo que, como en el cuento de Blancanieves, siempre nos responderá que somos los más plurales y democráticos.

El resultado es una democracia apocada, abrevada, anestesiada, aterida, que reacciona bajo estertores, regurgitando de forma sintomática a sus representantes, a los que creemos más lejos de lo que verdaderamente están de nuestra propia esencia. En la sinrazón en la que decidimos soportar el arrojo a la existencia, no queremos dar cuenta de la no traducibilidad que tiene el mundo que habitamos cuando el sistema de representación (lo democrático) nos devuelve, como gobernante (mediante voto, además, y mediante el uso de la supuesta libertad política que nos decimos dar), a quien exterioriza nuestras fauces más cínicas y siniestras.

Plantear que la democracia podría ser absoluta en sitios en donde existe formalmente, pero en donde más de un tercio de la ciudadanía posee serios problemas para alimentarse; y en donde, por ende, solo un 10% de tal población podría considerarse habilitada tanto existencial como materialmente para plantear algo más allá de su propia supervivencia (es decir, escapar a lo omnisciente de la billetera, la plata, el látigo o el plomo del gobernante) es de un cinismo tan grande que solo puede entenderse si se expresa desde un desconocimiento tan supino como inimaginable.

Por supuesto que no se puede discutir, palmo a palmo, en una relación de fuerzas proporcionales con los intelectuales que, al servicio de las academias, editoriales y grupos mediáticos, se pasean como modelos en una pasarela por la feria de vanidades en las que exteriorizan su labia o profusa intelección, para plantear la novedad tautológica de “absolutizar lo absoluto”. Nuestro cometido, apenas, es dar cuenta de que otros seres humanos transitamos el derrotero de no caer víctimas del olvido formal de que nos consideren en una fría estadística. Ciudadanos, sujetos de derechos de un sistema que nos tiene cautivos, fagocitados y encerrados en su perversa y pérfida lógica. Porque si no nos damos cuenta de que hemos sujeto nuestro destino humano a la suerte del sistema, que tiene en su naturaleza voraz el tragarse a sí mismo, entonces ya no podremos consumir ni siquiera el derecho al espectáculo, a la platea, al aforo, a la butaca en primera fila para asistir a nuestra propia disolución.

El salto al vacío, el de organizarnos de un modo en el que no tengamos demasiadas referencias escritas, al contrario de lo que podríamos pensar, es la única salida ante la caída al abismo, a la que avanzamos casi furiosa y, por supuesto, democráticamente.

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